Estoy cansado

Cansado de muchas cosas y de muchas opiniones, de ciertos crispados comentarios y de certezas sin fundamento. Cansado del odio y de la ira. Cansado de la ceguera y la sordera (de las mías propias también) y de la violencia (verbal y física).

Este no es el mundo que soñó un niño, por el que luchó un joven, en el que sobrevive este hombre cansado, este ocupante sin esperanzas.

No tengo opiniones rotundas sobre nada, porque de todo sé, acaso, una mínima cosa.
No digo sentencias ni afilo mis uñas contra nadie, porque de nadie sé, apenas, una sombra de sus vidas.
No sigo a ningún credo, porque de las creencias invidentes conozco, tal vez, un par de párrafos y algunos discursos incongruentes. Soy torpe, lo sé, pero me fío más de mi intuición que de los reflejos dorados en las corazas de los salvadores.
No entro en disputas políticas (alguna vez lo hice y me arrepiento) porque hace siglos que la usura, el deterioro y la gangrena capitalista envenenó los pilares de la sociedad y sigue creciendo en sus raíces un mal oscuro y maloliente.

No me queda un ápice de confianza en el futuro, porque el futuro lo están vistiendo con el traje del emperador y no llego a distinguir al niño con la verdad en su boca… y así anda el futuro desnudo y creído de su fatal vanagloria.

Y por todo esto (y algunas cuestiones encharcadas al uso) estoy cansado. Ando deambulando por lugares comunes y a penas encuentro rincones cálidos, afables terrazas, hogares con las puertas abiertas y el odio exiliado. La mayoría de los sitios respiran el humo cítrico de la ira, desajustan sus muebles, tienden redes electrificadas y levantan muros y fronteras. Imposible escuchar el silencio y la sensatez entre tanto rugido.

Así las cosas, cansado y sin fuerzas ya para la disputa, solo me queda, en un último intento, rogar la paz y el diálogo, pedir la cordura y la solidaridad, esperar de los hombres una señal, una intención, un tiempo de mirar a nuestro alrededor y de mirarnos, de introducir nuestras manos en la tierra y en el agua y esperar, pacientemente, que todos los otros seres vivos del planeta acudan hasta nosotros, las verdaderas alimañas, la plaga que somos… y nos expulsen, definitivamente, del paraíso.


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